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La esperanza de morir bajo el cielo que la vio nacer

La esperanza de morir bajo el cielo que la vio nacer

El Puente Internacional Simón Bolívar se convirtió en el punto de escape de muchos venezolanos de la enorme crisis que se vive en Venezuela. | Por: ARCHIVO SEMANA.




Por: Bertha Murcia

diciembre 15 de 2020

Nunca me vi en un lugar distinto a mi país. Así empieza su relato María José, una mujer venezolana a quien el hambre y el desdén generado por la falta de alimentos y garantías en los servicios de salud de su país la obligaron a cruzar el puente entre Colombia y Venezuela. “Siempre luché, creí y soñé que en mi país lo iba a tener todo. Jamás pensé que me iría y menos en esas condiciones”, dice.

 

“Desde muy pequeña amé mi cultura, mi barrio, mis vecinos, pero sobre todo, la buena comida -cuenta María José-. Mis padres trabajaron toda la vida en lo social. Mamá siempre buscaba patrocinio para hacer sus actividades con los niños del barrio. Recuerdo las novenas, los bazares y los campeonatos de futbol que armábamos”. Cuando organizaban esos eventos, María José nunca faltó a la cita comunitaria, pues era la capitana del equipo de porristas y no podía dejar de apoyar a su barrio, ese en el que creció rodeada de amor, de compañerismo, de esas amistades que se atesoran para toda la vida y que recuerda con nostalgia. Mientras trata de calmar su nerviosismo evidente, toma un vaso con agua y demuestra que tiene los recuerdos intactos.

 

Aún se emociona y le es fácil detallar cada uno de los eventos en los que todos los vecinos trabajaban unidos. Cada uno se esforzaba por mostrar sus productos y los platos típicos de su país, aquellos que perfumaban la calle completa y antojaban hasta el paladar más fino. Tal vez por eso se denomina así misma como una glotona, porque nunca paso hambre y siempre tuvo la barriga llena y el corazón contento. Aunque no vivía con lujos, nada les faltó. La mejor parte de los eventos era cuando contaban el dinero recaudado, una sensación que se comparaba ni con el conteo regresivo de las campanadas un 31 de diciembre, pues sabían que de eso dependía el sostenimiento del equipo de futbol o la compra de los regalos para las novenas del barrio todos los diciembres.

 

 

Hoy los recuerdos duelen. En el pasado quedó una vida estable, una familia y una identidad arraigada desde tan niña a su Venezuela del alma, como siempre suele llamarla. Los días felices dieron paso a otros amargos, como aquel en que, obligada por la inasistencia de salud de su país, tuvo que huir para poder salvar la vida de su hijo Samuel, de 7 años, quien para ese mes de marzo de 2018 presentaba un cuadro de neumonía aguda.

 

“Aún se me eriza la piel de recordar cómo estaba mi hijo, lleno de ronchas, casi morado, desesperado y a punto de ahogarse, porque sus pulmones no podían funcionar. El miedo se apoderó de mí, las noches eran eternas, me tocaba lavar pisos, baños y trapear las habitaciones de aquel hospital para que no me sacaran. Nadie daba razón de nada, las enfermeras y los doctores solo me decían que debía salir a comprar la medicina de mi hijo, porque día a día se complicaba más. Y era cierto, cada vez lo veía más adolorido, todo el tiempo se tocaba el pecho y me pedía que lo llevara a casa, que él quería estar con su hermanita, como si en el fondo supiera que en ese hospital nada nos iba a funcionar. Era como si a gritos me pidiera salir de aquel lugar al que todos los días llegaba gente desesperada porque algún familiar había muerto por falta de atención médica. Aquello era un manicomio, ¡no me quiero ni acordar!”.

 

Pero el peor momento ocurrió la mañana del 12 de marzo, cuando una mujer con cáncer falleció a sus pies lentamente. Sus últimas palabras aún retumban en su cabeza: “¡Ayuda! ¡Ayuda!”. Desde ese momento, al ver la cara de su hijo con una expresión de desasosiego, cerró los ojos y, mientras se persignaba, decidió salir de aquel lugar. Luego de caminar con su hijo en brazos casi 12 cuadras, con la espalda adolorida, los brazos entumecidos y las piernas acalambradas, empacó lo mínimo necesario y emprendió camino hacia Cúcuta con sus dos hijos acuestas.

 

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Millones de mujeres e infantes han tenido que dejar lo poco que les quedaba en Venezuela, con la esperanza de un mejor futuro en otro país.

Foto: Milena Bernal Becerra.

 

 

Mientras caminaba, pensaba en todo lo que dejaba atrás, en que no había tenido tiempo para despedirse de nadie, en que su casa quedaba sola, expuesta a merced de los de la guardia, pero lo que más le estallaba la cabeza eran una serie de preguntas sin respuesta: ¿y ahora para dónde voy? ¿Con qué plata pago la medicina que mi hijo necesita? ¿Dónde dormirán mis hijos?

 

“Por suerte, aquí en Colombia desde que llegué me orientaron. En el pase por el puente Simón Bolívar, muchos funcionarios ayudaron para que mi hijo fuera hospitalizado. A los 4 días, ya estaba muy bien, aunque por las noches me tocaba dejarlo solo, bajo el cuidado de unas enfermeras, mientras yo buscaba trabajo diario haciendo lo que fuera para poder pagar una pieza y dormir con mi hija Sara. ¡Ay, esa niña! Fue mucho lo que tuvo que aprender”, afirma con una sonrisa en su rostro.

 

Mientras se recoge el pelo y organiza su camisa, como quien se prepara para dar un gran discurso, comenta que de Colombia solo tiene palabras de agradecimiento, testifica con una sonrisa y con gran convencimiento que la vida de su hijo se la debe a este país. No se arrepiente de la decisión que tomó, pero procura que sus hijos no olviden su patria, su Venezuela del alma, aquel lugar al que espera regresar algún día.

 

Hoy en día, María José tiene 38 años, dos hijos y un orgullo enorme, pues desde hace un año goza de los beneficios de la regularización en el país. Sus hijos son buenos estudiantes y, aunque sola, ha podido sacarlos adelante todos los días sin saber cómo lo ha logrado. Vende tintos, jugos y deditos en la calle. Con las ganancias obtiene lo necesario para pagar su arriendo, los servicios y la alimentación. Concluye que aún tiene mucho por devolverle a Colombia, pero su sueño más anhelado es morir bajo el mismo cielo que alguna vez la vio nacer.

 






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