En la Fundación Colombia Nuevos Horizontes, Marino y su equipo atienden a víctimas del conflicto interno y migrantes venezolanos. | Por: JONNATHAN SARMIENTO
Marino Rivera sabe qué se siente dejar atrás lo que se ama. En el 2004, mientras ejercía como profesor de un colegio en Caquetá, las FARC lo obligaron a irse lejos de su casa, su esposa y su hijo. Oponerse a que el colegio pagara la vacuna que imponían hombres armados le supuso una sentencia de muerte.
No tuvo otra opción que salir corriendo hacia Bogotá, una ciudad desconocida y que no podía ser más diferente a lo que estaba habituado en Florencia. Tuvo que dormir debajo de un puente, pedir limosna en la calle y hasta buscar comida en la basura. Una experiencia que agradece. No porque se la desee a alguien, sino porque lo hizo conocer de lo que era capaz, para mantenerse vivo y para ayudar a otros.
“A veces los momentos de gran dificultad son los momentos que la vida nos brinda para dar un salto mucho más grande, para cambiar las dinámicas y darnos cuenta realmente quiénes somos”, dice Marino.
En la Fundación Marcelino, Pan y Vino lo acogieron por unos cuantos meses, con un techo y comida tres veces al día. Después de que pudo reencauzarse, se vinculó como colaborador, pero esta cerró por dificultades económicas. De allí, Marino sacó fuerzas para crear la Fundación Colombia Nuevos Horizontes, en la que empezó brindándoles ayuda a los 20 compañeros que se habían quedado sin refugio junto a él.
Corría el año 2006, la década en que se recrudeció el conflicto armado en el país y que registró el mayor número de víctimas y desplazados por la violencia —de acuerdo con la Red Nacional de Información, solo en ese año se registraron 509.547 víctimas—. Marino consiguió rentar una casa en el barrio La Estrada en Bogotá y la dotó con algunas camas.
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Alcanzó algo de reconocimiento en la localidad de Engativá y estableció alianzas con algunas entidades públicas. Estas le remitían a víctimas de desplazamiento forzado que, como él, llegaban a Bogotá huyendo de la guerra.
En esa época convenció a uno de sus amigos más cercanos de que lo acompañara en ese reto. Franklin le ha dedicado 12 años de su vida a la fundación y lo sigue haciendo con el mismo entusiasmo. Unos años más tarde, cuando la casa empezaba a quedarse corta para atender a todas las personas que estaban llegando, ambos decidieron que era hora de mudarse a un espacio más grande. Consiguieron una casa de cuatro pisos en Soacha, en donde llevan funcionando más de ocho años.
de la mano
En la casa tienen capacidad para recibir hasta 30 adultos y 30 niños, un número que muchas veces no da abasto. Además de Franklin y Marino, que vive en el lugar para atender la convivencia y las necesidades de las personas, la Fundación hoy cuenta con seis personas más y algunos voluntarios esporádicos.
Paola Carreño es la trabajadora social. Empezó a asistir como voluntaria a la organización y una vez obtuvo su título se vinculó como profesional. Una historia similar le ocurrió a Gílber Negrín, un caraqueño que llegó hace más de un año como voluntario internacional y, tres meses después, decidió no regresar a Venezuela para quedarse ayudando a sus compatriotas. Junto a ellos, hay una psicóloga, una persona encargada de los asuntos administrativos y dos mujeres que atienden la cocina y el aseo de la casa.
“Nuestro trabajo es ser acompañantes, darles las herramientas para que ellos puedan identificar cuáles son sus problemas, sus habilidades y sus fortalezas. Con esto estamos contribuyendo a formar personas con una capacidad enorme para poder superar otras dificultades en el futuro”, cuenta Paola.
María Erebo caminó hasta Bogotá de la mano de sus dos hijos y su ahijada.
Foto: Jonnathan Sarmiento
Desde el 2018, en los pasillos de la casa empezó a escucharse una y otra vez las palabras pana y ajuro. Era evidente que cada vez más venezolanos estaban llegando a la fundación en busca de un techo. No era un fenómeno sin explicación. Soacha es uno de los municipios con mayor recepción de migrantes venezolanos en proporción a su tamaño, tal como lo había sido anteriormente con víctimas del conflicto armado. Según cifras de Migración Colombia, en Soacha había 26.140 venezolanos el 31 de diciembre de 2019.
La labor de la fundación es un pequeño aporte en ese gran universo de desprotección para los migrantes que hay en el municipio. Por eso, crearon una ruta especial para ellos. Con esta, les permiten estar al menos tres meses en la Fundación y trabajan con ellos en temas de resiliencia, empoderamiento, generación de ingreso y manejo de presupuestos. Desde febrero, tienen incluso clases de zumba dos veces a la semana, un espacio para liberar la carga emocional y revitalizarse con el ejercicio.
Con los migrantes venezolanos hay un reto adicional para que, por ejemplo, se adapten al cambio cultural, se ubiquen en el territorio y conozcan la vía legal para regularizarse, que actualmente es la puerta de entrada a muchos derechos y servicios. Para ellos, Marino se ha convertido en un gran solucionador. Los 14 años al frente de la fundación le han permitido crear una red de apoyo y de contactos con quienes muchas veces logra resolver los problemas que presentan los migrantes.
En febrero, María Erebo llegó a Bogotá después de haber caminado desde el estado de Lara con sus dos hijos y su ahijada. Decidió vender sus corotos y salir hacia Colombia porque Kelly, su hija menor, tenía una perforación en sus oídos que no estaba siendo tratada en Venezuela y que ponía en riesgo su audición para siempre.
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Tras el esfuerzo físico que significa recorrer cientos de kilómetros a pie, como lo hacen miles de venezolanos por las carreteras de Latinoamérica, la situación de Kelly se agravó. Recorrieron varios hospitales buscando infructuosamente una atención médica.
Marino tuvo que recurrir a su agenda de contactos que ha ido llenando en todos estos años y logró que un especialista valorara y tratara a Kelly. Han pasado varias semanas y sus oídos han empezado a curarse. En la próxima cita el médico determinará si debe operar. Para entonces, esperan que se cumplan las disposiciones del Gobierno nacional que obligan a que los menores de edad venezolanos sean atendidos por el sistema de salud.
A LA MESA
Son las 12:45 de la tarde y empiezan a sonar los platos en la cocina. Primero llegan los niños y después se acercan los adultos. Luz Dary y Amanda sirven almuerzos a las 43 personas que hay en este momento en la casa, de lo cuales 37 son venezolanos. Son recipientes metálicos y por eso el ruido en el comedor es mayor. En el menú hay verduras, carne, arroz y jugo.
De acuerdo con el informe del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, casi un tercio de la población venezolana (un 32,3%) padece inseguridad alimentaria y necesita ayuda.
Foto: Jonnathan Sarmiento.
Gracias a esta alimentación, muchos han retomado las fuerzas. Salieron de Venezuela precisamente por la escasez de alimentos y porque el contenido nutricional de las cajas CLAP, que entrega el Gobierno de Nicolás Maduro para mantener un apoyo en las bases populares del país, no es suficiente.
Gabriela Aparicio llegó con su hijo de dos años y embarazada de una pequeña que nació dos meses después. En Venezuela había empezado a sufrir desmayos más de dos veces al día, pues sufre de anemia y su alimentación no le proveía el hierro suficiente para mantenerse en pie. En Colombia los desmayos desaparecieron y sus niveles de hemoglobina están más altos de lo que imaginó posible. Allá nunca había superado un nivel de nueve y actualmente lo tiene en 13, un rango normal de glóbulos rojos.
Este soporte con un techo, alimentación y apoyo psicosocial ha sido fundamental para Gabriela, que hoy se plantea ahorrar lo necesario para pagar el primer arriendo. En una ciudad como Soacha, que por años fue uno de los municipios que más recibió víctimas a causa del desplazamiento forzado y que hoy también es uno de los territorios con más migrantes venezolanos en proporción a su tamaño, la labor de la Fundación Colombia Nuevos Horizontes es crucial.
De hecho, desde que se decretó la emergencia sanitaria por el coronavirus, lo cual he puesto en vulnerabilidad a muchas más personas en el municipio porque dependían de los trabajos informales, la Fundación se ha puesto en la tarea de buscar donaciones para brindar alimento a quienes han perdido sus fuentes de ingresos. Marino conoce el hambre y dedica toda su energía a evitar que otros tengan que vivirla.
Para donar a la Fundación y a la iniciativa que está recogiendo alimento para la población vulnerable de Soacha, usted puede ingresar a este link.
Gabriela Aparicio llegó con su hijo de dos años y embarazada de una pequeña que nació dos meses después. En Venezuela había empezado a sufrir desmayos más de dos veces al día, pues sufre de anemia y su alimentación no le proveía el hierro suficiente para mantenerse en pie.
Foto: Jonnathan Sarmiento.
La Universidad Johns Hopkins y la Corporación Red Somos, con el apoyo del Ministerio de Salud de Colombia y Onusida, abordó la situación de salud de la población venezolana migrante en el país.