Rafael Romero y Ruth Estefani Uriana se integraron rápidamente a sus comunidades de acogida, en La Guajira. | Por: CORTESÍA ANA KAROLINA MENDOZA
Rafael Romero, de 21 años, salió de El Cardonal, en el norte de Maracaibo (Venezuela), no por gusto, sino porque su bisabuelo había muerto y, tal como lo demanda la tradición oral del pueblo wayuu, debía trasladarse hasta su territorio ancestral: Taroa, en la Alta Guajira (Colombia), donde está ubicado su na’amaka: el cementerio clanil del clan Gouriyu.
El viaje fue una obligación familiar. Rafael y otros familiares debían cumplir casi de forma religiosa con una ceremonia fúnebre que le permitiera al viejo Eusebio Gouriyu emprender su último recorrido a Je’pira, “el paraíso de los wayuu”. Fue el 9 de diciembre de 2018 cuando aprovechando una caravana de camiones “listineros” —que desde Venezuela llevan ciertos productos para comercializarlos en Maicao y Uribia—, Rafael y los suyos iniciaron el retorno desde Maracaibo a La Guajira.
El regreso fue una cadena de peripecias, incluida una balacera. En la veintena de puestos de control de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) y del Ejército venezolano, a lo largo de la Troncal del Caribe, los uniformados revisaban una y otra vez el camión donde viajaba la familia. El viaje fue tan lento que la noche los sorprendió en el mercado Los Filúos, donde hicieron escala para surtir combustible y comer algo.
“Habría transcurrido poco tiempo en esa parada cuando, repentinamente, se formó una balacera: varios disparos impactaron en el camión cuyo chofer maniobró rápidamente el vehículo en medio del fuego cruzado”, recordó el joven wayuu. Una disputa por el control territorial entre la banda criminal “La Zona” y un grupo rival se libraba a 'plomo limpio' por el botín comercial de Los Filúos. Rafael, su familia y otros pasajeros salieron ilesos, porque huyeron por la oscura carretera que conduce a Cojoro (Alta Guajira, Venezuela).
Ya calmados del susto, reaccionaron cuando pasaban por un camino cercano a las faldas del cerro La Teta. Habían cruzado la línea fronteriza por trochas que parecían laberintos interminables, cuyos trazos los delineaba el resplandor de la luna. Estaban muy agotados y era medianoche cuando pasaron por Bahía Portete, luego por Gran Vía y la ranchería Paraíso hasta lograr pisar la tierra de sus antepasados: la comunidad ancestral Taroa. A pesar de todas las vicisitudes, llegaron a tiempo al velorio del bisabuelo. Desde entonces, viven en Colombia.
Transcurridos unos días, el grupo familiar fue de Taroa hasta el casco urbano de Uribia, en busca de oportunidades de estudio y trabajo. Allá llegaron a un asentamiento llamado Aeropuerto en donde —relata Rafael— la comunidad los integró rápidamente. A excepción de la dificultad para que aceptaran a Rafael en algún colegio, ni él ni su familia sintieron ningún tipo de distinción social o rechazo. Al final, Rafael, que tenía buen promedio en Venezuela y que allá había logrado graduarse como bachiller y entrar a estudiar Ingeniería de Sistemas en la Unefa (Universidad Nacional Experimental Politécnica de la Fuerza Armada), entró a grado décimo en la comunidad de Kasütalain.
Romero dice que, antes de la pandemia, se sentía entusiasmado con las actividades del Semillero de Comunicación y Diálogo Sembrando futuro (Apünajaa wakuaipa) en la Institución Educativa Indígena Rural Kasütalain. Estaba ansioso por aprender de comunicación como herramienta educativa. Cuando comenzó la emergencia sanitaria, las clases se suspendieron y no pudo continuar con los talleres presenciales del Semillero. "Teníamos contemplado desarrollar varias actividades que permitieran llevar la información en la comunidad como un periódico escolar y una estación de radio manejada por los estudiantes en los recreos y salidas”, recuerda Rafael.
Ahora, justo antes de un nuevo confinamiento, este joven wayuu retornado comparte su tiempo entre las clases virtuales y trabajar ocasionalmente en una fábrica de hielo. Se levanta a las tres de la mañana y se va caminando hasta su lugar de trabajo. Desde las cuatro de la mañana fabrica y acomoda bloques de hielo. Hay días en los que las jornadas de trabajo se extienden hasta las ocho de la noche; incluso, a veces, hasta la medianoche. "Los ahorros de semejante sacrificio me han servido para poder sostenerme en gran parte del tiempo de pandemia", admite.
Rafael asegura que ha podido adaptarse e integrarse a los cambios, aprender los modismos y expresiones culturales de la comunidad de Kasütalain; sin embargo, sigue echando de menos a los familiares y amigos que dejó en Maracaibo. Agradece que en su comunidad de acogida lo tratan como uno más de ellos, como familia. Ha aprendido a que los cambios en la vida son buenos y que cuando llegan, toca adaptarse y seguir adelante.
La organización holandesa War Child impulsa mecanismos de protección a niños, niñas, jóvenes y adolescentes migrantes venezolanos en el asentamiento Aeropuerto. FOTOS Ana Karolina Mendoza / Leonel López
Esperanza
Cinco años después de haber llegado a Uribia, La Guajira, Ruth Estefani Uriana mira su vida en retrospectiva y le agradece a su papá haberla traído a Colombia antes de que la situación en Venezuela se tradujera en la crisis humanitaria que hoy es.
Tiene 23 años y vive en Aeropuerto, el mismo asentamiento al que llegó Rafael. Allá aprendió a conversar, escuchar y comprender. Ella lo siente y lo dice con seguridad. Reconoce que descubrió sus habilidades de comunicación por los talleres sobre cómo contar historias, dictados por un equipo pedagógico al Semillero de Comunicación y Diálogo Kottirashiwayaa, en Uribia, colectivo al que pertenece la joven.
Gracias a eso, Ruth Estefani entró a hacer parte de la organización holandesa War Child, que está en Colombia desde el 2006, que trabaja en pro del bienestar psicosocial, promueve participaciones juveniles e impulsa mecanismos de protección a niños, niñas, jóvenes y adolescentes migrantes venezolanos en el asentamiento Aeropuerto.
Personal de la Organización War Child ubicó el portal de Facebook del Semillero Kottirashiwayaa, y pidió información sobre algunos de los jóvenes migrantes. De los 32 miembros del semillero, nueve cumplían con el perfil: ser bachilleres, hablar la lengua materna: el wayuunaiki y vivir en el barrio Aeropuerto. Seleccionaron a cuatro para la entrevista y, al final, solo quedó Ruth. Ahora, ella es una gestora social en su comunidad.
"Le pido a mi familia que me dé fuerzas para trabajar por mi comunidad para ayudar; para que, en un futuro, mi hijo y todos los que vivimos en el asentamiento tengamos un mejor bienestar y, sobre todo, buena comunicación”, dice.
Ruth no marca diferencias entre si es migrante, colombiana o wayuu. Tiene dos razones: a ella no la trataron como extraña cuando llegó a Uribia desde Maracaibo, y la segunda y más poderosa razón es que los wayuu no son migrantes, solo están reencontrándose con su territorio ancestral.
“No tenemos fronteras. Ni límites. Por eso, les digo a mi gente que viene de Venezuela, sobre todo a las mujeres: ¡ánimo! Sigan adelante, luchen. Trabajen. Somos seres humanos iguales y nadie es menos que uno. Sé que es difícil, porque uno dejó allá a su familia, a sus amigos y todo lo que uno hacía y era; pero tenemos esperanza de que Venezuela se mejore y vamos a poder volver", anhela.
Mientras tanto, esta joven agradece enérgica a la tierra que la recibió. Ella no para de trabajar. Ni en War Child, ni el Semillero Kotttirashiwayaa, donde acompaña a las mujeres en su empoderamiento y forma a los jóvenes como líderes en sus comunidades.
La Universidad Johns Hopkins y la Corporación Red Somos, con el apoyo del Ministerio de Salud de Colombia y Onusida, abordó la situación de salud de la población venezolana migrante en el país.