Si a un rostro, por bondadoso que parezca, se le pone encima una camiseta o un pasamontañas, se transforma en algo que da miedo. Todavía se pueden ver sus ojos, pero no se sabe si está riendo, aunque rara vez lo hagan en esta situación. Se desfiguran completamente.
En los puentes internacionales Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar había cientos de rostros cubiertos; cubiertos con camisetas, pañoletas, máscaras antigases, tapabocas, prácticamente cualquier cosa que cumpliera el objetivo de ocultar identidades. La parte inferior de esos mismos puentes les sirvió como guarida. Allí se abastecieron de piedras y armaron bombas molotov, usaron como escudos lo que tuvieron a la mano, tapas de toneles y hasta antenas de televisión digital.
Así se vivió, a través de sus ojos, una semana convulsionada en la frontera.
23F
El 23 de febrero fueron los primero enfrentamientos. Hacia las dos de la tarde, cuatro camiones llegaron hasta el puente Francisco de Paula Santander. Primero vino una bomba lacrimógena, después, desde el río Táchira subieron manifestantes con bultos llenos de piedras. Todos se refugiaban del lado colombiano, mientras los agentes del Escuadrón Móvil Antidisturbios les recomendaban no tocarse los ojos ni echarse agua. Con el atardecer vino la calma otra vez, pero por muy poco tiempo.
© JUAN PABLO COHEN
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24F
El 24 siguió el intercambio de piedras, gases lacrimógenos y perdigones, esta vez con menos intensidad. Ese día hubo menos heridos, pero también fue cuando comenzaron a alistarse las bombas molotov. La gasolina en la frontera nunca ha faltado, estaba todo dado para preparar el coctel.
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25F
El 25 fue diferente. Se concentraron debajo del puente Francisco de Paula Santander. Tenían un plan: a las seis en punto de la tarde comenzaría la revuelta. “La meta es tomarnos el primer punto de la guardia”, dijo uno de los líderes que los reunió para explicarles la estrategia. También hubo charla motivacional, “¡Si se mete uno, nos metemos todos!”. A los costados de la estructura dispusieron de unas escaleras hechizas con troncos de árboles, que les permitían llegar hasta los barandales. En esos tubos, adecuaron unas cuerdas para ir subiendo sus armas: bultos con piedras y bombas de gasolina.
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«Si se mete uno, ¡nos metemos todos!»
Esa tarde, tal y como lo habían planeado, atacaron a las seis en punto. Fue solo una escaramuza de aproximadamente una hora. “Nos equivocamos. Nos hicimos muy atrás y no alcanzaban a llegarles a ellos (la Policía Nacional Bolivariana)”, reconoció uno de ellos. La frustración se le notaba incluso por detrás de la camiseta que le envolvía la cara. Ese día volvió a arder el camión de ayudas humanitarias que ya se había incendiado el 23 de febrero. Lanzaron una bomba molotov para que el humo les bloqueara la visibilidad desde el lado venezolano. Ese mismo día se reportó una decena de heridos con perdigones.
El ambiente para los periodistas nunca dejó de ser muy tenso. Preguntaban con recelo para qué medio trabajan y dónde viven. “¡No tomen fotos de las caras!”, repetían. En los momentos de distensión, alguien ponía reguetón con el altavoz de su celular, otro pedía cigarrillos, otros hablaban con nostalgia de cómo era Venezuela “antes de la V República”. © JUAN PABLO COHEN
Este, aunque es espontáneo, también es un pequeño ejército y por eso tiene a sus enfermeros. Uno de ellos usa un casco azul de construcción al que le hizo una cruz blanca con cinta de papel. Carga un bolso lleno con implementos médicos: gazas, alcohol, algodón, agua oxigenada. “Yo solo atiendo las heridas leves. A los demás hay que llevarlos a la carpa”, advierte el médico. Por lo poco que se puede ver a través de sus capas, es joven. Dice que llegó hace seis meses desde el estado Mérida, donde trabajaba como paramédico. Ahora vende perros calientes en Cúcuta.
Los demás médicos (una docena) vinieron desde Venezuela para apoyar el paso de ayuda humanitaria. Son ellos quienes atienden a los heridos en la carpa de emergencias. El ginecólogo Paul Piñeros, de la clínica Concepción Palacios, en Caracas, por estos días hace suturas de cabeza, limpia heridas de perdigones e hidrata a los afectados con las bombas lacrimógenas.
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26F
Al día siguiente, el martes, los encapuchados se subieron al puente para desmantelar uno de los camiones. Mientras quitaban las puertas y las llantas, les gritaban a los agentes de la Policía Nacional Bolivariana que se entregaran. Incluso, uno de los ellos caminó hasta los guardias y les extendió un bulto de mandarinas. Nadie las recogió.
Desde entonces, ha sido una guerra contra el tiempo, contra el hambre, contra el desgaste. Han tenido que dormir en la calle por una semana, y han comido lo que los vecinos y algunas fundaciones les han podido llevar.
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28F
El jueves ya no quedaban encapuchados, pero por la sombra de humo y mugre que quedó en sus ojos y manos, se puede saber quiénes estuvieron en las refriegas. Ahora, en cambio, esperan en los campamentos improvisados. La Policía les advirtió que ya no pueden seguir durmiendo en los andenes, por su seguridad y la de los vecinos.
Hace ya varios días que no ven a los dirigentes opositores. La diputada Gaby Arellano dijo que siguen preparando todo para poder ingresar las ayudas cuando el autoproclamado presidente interino, Juan Guaidó, así lo indique.
«Cargamos un letrero de 'se busca' en nuestras frentes».
1M
Es viernes primero de marzo y muchos de ellos han regresado a Venezuela por las trochas. Los que quedan, tienen miedo. “Cargamos un letrero de ´se busca’ en nuestras frentes”, dice uno de ellos. Por eso no dan sus nombres ni quieren que les tomen fotos de sus caras. No tienen garantías para regresar a su país. Creen que en el momento en que lo hagan, las autoridades chavistas y los famosos 'Colectivos' tomarán represalias.
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No tienen planes. Solo les queda esperar. Frente al campamento, hay una tienda que tiene un televisor en el andén. Cada vez que comienza el noticiero, corren para ver qué está pasando en el otro lado, para saber si hay órdenes de Guaidó. Nunca las hay.
Ya los noticieros no abren con la cortinilla escandalosa que dice “Crisis en la frontera”. Ahora a duras penas hay noticias de los migrantes venezolanos que siguen llegando a Cúcuta, aunque sea por las trochas. Comen de lo que les dan y esperan, no se sabe muy bien qué, ni de quién, pero esperar es lo único que les queda.
Texto: Jhonny R. Quintero
Fotos: Juan Pablo Cohen
La Universidad Johns Hopkins y la Corporación Red Somos, con el apoyo del Ministerio de Salud de Colombia y Onusida, abordó la situación de salud de la población venezolana migrante en el país.