Dayana Herrera solicita refugio para ella y su familia por la violación masiva de derechos humanos en Venezuela. | Por: JHONATAN SARMIENTO
Corría septiembre de 2018 en Venezuela. Dayana Herrera había tomado la decisión que postergó por varios años. Sus hermanas, que ya habían emigrado a Colombia anteriormente, le insistieron múltiples veces que ella también lo hiciera, pero la decisión no era fácil.
Sus ojos mostraban la tristeza de lo que se sentía como una derrota. Le dijo a su esposo, Juan José Vallenilla, que no podían postergarlo más. En Venezuela, en medio de la crisis, empezaron a ver dificultades para alimentar y enviar al colegio a sus tres hijos, de 14, 10 y 3 años.
La promesa de tener en Bogotá un empleo y un techo junto a sus hermanas los hizo empacar las maletas y emprender el viaje. Pero solo unos meses después empezaría el trayecto más difícil. Ya radicados en la nueva ciudad, a inicios de 2019 su padre, Alí Herrera, fue diagnosticado con cáncer de garganta.
Como en Venezuela no es posible acceder a quimioterapias o radioterapias, Dayana consintió junto a sus hermanas la esperanza de que en Colombia pudieran ayudarlo. El hombre, que para entonces tenía 58 años, viajó con la ilusión del tratamiento, pero se encontró con un calvario.
Por asesoría del consultorio jurídico de una universidad capitalina, Dayana solicitó para su padre la condición de refugio por razón de una enfermedad que era imposible de tratar en Venezuela y que ponía en inminente riesgo su vida.
Lo que siguió fue el trámite de un permiso especial temporal de permanencia —que vence cada tres meses—, con el que consiguió atención en algunos hospitales de Bogotá. Pero más que atención de urgencias, lo que Alí necesitaba era un tratamiento oncológico. El tiempo pasaba sin que él pudiese afiliarse a una EPS y su salud se agravaba. Vomitaba mucha sangre.
En los pasillos del Instituto Nacional de Cancerología, la esperanza volvió a brillar por un momento. Los médicos de este hospital público, ubicado en el centro de la ciudad, se condolieron del caso y decidieron operarlo para aliviar el padecimiento que producía el tumor en la garganta. Pero la enfermedad continuó.
Dayana Herrera y su esposo Juan José Vallenilla reconstruyen sus vidas en Colombia. @JHONATAN SARMIENTO
“Tuvimos muchos inconvenientes. Mi papá estuvo recluido en el Hospital de El Tunal por una neumonía y en ese momento se le venció el salvoconducto. Unos días antes, yo había solicitado la renovación a la Cancillería y, como no nos daban respuesta, mandé un derecho de petición diciendo que le estaban violando el derecho a la salud”
Dayana Herrera, solicitante de refugio en Colombia
Con esta medida, logró que les prestaran atención. Pero en medio de la emergencia familiar se atravesó la pandemia por el coronavirus. Nuevamente, Dayana y su familia quedaron de manos atadas, mientras su papá seguía sufriendo. Decidieron entonces interponer una acción de tutela para buscar una vez más la afiliación al sistema de salud, a través de una EPS pública. Como un baldado de agua fría, la afiliación llegó el mismo día en que Alí falleció, el 20 de mayo.
“Yo rogué en la Cancillería que le dieran la condición de refugiado por la gravedad de su caso para poder hacerle el tratamiento, pero pasaron 10 meses, mi padre murió y seguimos sin obtener respuesta”, lamentó Herrera sin amilanarse por la otra batalla que libra: conseguir estatus de refugiado para sus tres hijos, para su esposo y para ella.
El camino para conseguir el estatus de refugiado está lleno de obstáculos, pero sin duda el más difícil para Dayana ha sido la imposibilidad para conseguir un empleo formal. Debido a un vacío jurídico, en Colombia sigue sin estar claro si quienes están esperando que les acepten la solicitud de refugio pueden trabajar. Mientras se efectúa el trámite, los solicitantes reciben un salvoconducto que les permite permanecer en Colombia pero que no funciona como un documento de identidad válido para temas tan básicos como firmar un contrato laboral, afiliarse al sistema de salud e incluso obtener un diploma de grado.
Aunque la Ley no resuelva este asunto, los solicitantes tienen que buscar alternativas para subsistir. Así lo hizo Dayana, que empezó a vender dulces en el transporte público y luego se atrevió a cantar música cristiana en el Transmilenio. Con lo que pudo ahorrar en unos meses compró un sonido portátil con micrófono y se lanzó a cantar como si estuviera en un escenario. La vergüenza no era una opción.
Con la llegada de la pandemia, no fue posible volver a cantarle a su público en los buses. Como pudo, se consiguió una carretilla y salió a las calles de su barrio a vender bananos junto a su esposo. “¿Cómo hacemos si tenemos que seguir trabajando para alimentar a los niños y pagar el arriendo?”, es la explicación que da en forma de pregunta cuando se los aborda la Policía a pedirles que cumplan la cuarentena y las medidas de distanciamiento social.
En la casa, los tres menores esperan a que sus padres terminen la jornada de trabajo que se han impuesto cada día. Dayana sabe que para ellos no es fácil quedarse encerrados, pero los motiva con la promesa de prepararles un pabellón criollo, el plato típico venezolano que tanto disfrutan.
Aunque espera regresar algún día a su país, Herrera sabe que hoy Venezuela no les brinda seguridad ni un futuro a sus hijos. “Ellos son mi mayor preocupación. Lo peor que podría pasarme es que aguanten hambre. Por eso lo único que quiero es poder trabajar”, dice mirando el salvoconducto que, después de tres ocasiones, espera no tener que renovarlo más.
La Universidad Johns Hopkins y la Corporación Red Somos, con el apoyo del Ministerio de Salud de Colombia y Onusida, abordó la situación de salud de la población venezolana migrante en el país.