La idea del sueño americano, que surgió en Estados Unidos a principios del siglo XX como sinónimo de justicia social e igualdad, empezó a relacionarse con la migración desde los años sesenta, cuando ese país americano apareció en el imaginario colectivo como la tierra prometida. Ahora, la expresión no solo significa migrar a esa nación, también alude a la metáfora de una vida digna, próspera y soñada.
En los años sesenta también se fortaleció la noción de propiedad y la idea de que tener una vivienda significaba estar, de alguna forma, cerca de la realización personal. Bajo esa idea, millones de venezolanos que salieron de su país, atravesado por una crisis económica y política, decidieron mantener sus casas como el símbolo de un posible retorno y como un recuerdo de su propio sueño americano.
Aunque no existe una cifra exacta, en Colombia los inmigrantes venezolanos hablan de millones de casas que están en Venezuela a la espera del retorno de su dueño. Algunas viviendas están cerradas con candados y seguros, completamente solas, a merced del tiempo. Pero a la mayoría —asegura el abogado venezolano Thailer Fiorillo— las cuida algún familiar o conocido.
Como un pedazo de sueño que se rehúsan a perder, los migrantes salen de Venezuela y dejan a una persona encargada de limpiar la casa y de revisarla de vez en cuando. Incluso, muchos pagan por ese servicio. En vez de cobrar alquiler, les envían ‘ayudas’ a los cuidadores, que encuentran en esa actividad un nuevo empleo en un país invadido por la escasez.
Por ejemplo, Nakari Eugenia Sánchez, una venezolana que llegó a Colombia en febrero de 2018, recuerda que al principio le propuso a una amiga de su mamá que viviera en su casa sin pagar arriendo. “Hace un año creíamos que le estábamos haciendo un favor al dejarla vivir en nuestro hogar sin pagar nada”, cuenta Nakari.
Al poco tiempo, Nakari y su familia se dieron cuenta de que era un privilegio tener a una persona de confianza que cuidara su casa y empezaron a enviarle dinero. “No lo vemos como un pago para que viva en la casa, sino como una ayuda para que ella resuelva su situación allá”, explica Nakari.
En cambio, Thailer Fiorillo, un abogado venezolano que llegó a Colombia en 2015, sí califica la mensualidad que le envía a un amigo que cuida su casa como un pago:“tengo que pagar para que no llegue alguien más a invadir mi casa o a robar las cosas que dejamos”.
Como Thailer, muchos venezolanos, a raíz de la inseguridad en Venezuela, pagan para que les cuiden sus casas mientras ellos trabajan en el extranjero. El año pasado, el diario El Nacional reveló que existían bandas criminales dedicadas a identificar las viviendas deshabitadas a causa de la migración. “Si no se escuchan señales, planifican el hurto. Hasta un automóvil con polvo podría indicar que la casa está deshabitada”, aseguró la publicación.
Un amigo de Thailer cuida su hogar y su automóvil, pues bandas criminales revisan los carros para determinar si las casas siguen habitadas. | © Thailer Fiorillo.
Por eso, quienes cuidan las casas de los que salieron de Venezuela ahora hacen parte del mercado de las remesas, el dinero que los migrantes envían a su país de origen. Incluso, las remesas representan la única forma de sustento de muchos venezolanos.
Ante ese panorama, María de los Ángeles González, una venezolana que vive en Barranquilla hace un año, se considera afortunada. Aunque tuvo que dejar su país por la crisis que ahorcó sus finanzas hasta que no pudo pagar la escuela de su hija, su hermana decidió quedarse en Venezuela. “Ella vive en la casa y le pagamos para que sobreviva allá. Todavía tiene fe en que la situación va a mejorar”, relata.
María de los Ángeles también espera que su hermana termine de construir la casa que la mamá de ambas compró cuando las ganancias del petróleo todavía arrastraban la economía del país. “Poco a poco queremos terminar la casa. Aún le hacen falta los pisos de la sala y del comedor, que no pusimos porque todo se puso muy costoso”, recuerda. Esta venezolana trabaja casi todo el día en restaurantes de Barranquilla para pagar deudas, mantener a su familia y enviar dinero para el cuidado de la casa.
Y aunque muchas familias ‘contratan’ protectores para sus hogares, no están exentas de que alguien amenace su único patrimonio. Por ejemplo, Karina Paola Chourio siente una preocupación constante por la casa que construyó hace ocho años con su familia y dejó en manos de un tío de la tercera edad.
“Aunque le mandamos dinero hemos tenido muchos inconvenientes: se entraron los ladrones, nos robaron el aire acondicionado, el televisor, la licuadora y la ropa —señala Karina— y los bajones de luz produjeron un corto en toda la casa”. Todavía no han reunido la suma para que su tío contrate a un electricista, pero se niegan a vender la casa.
Quienes cuidan las casas les envían fotos a sus dueños. Fernando Escorcia dice que, a pesar de la ayuda que le envía a una vecina "para que cuide la casa de la delincuencia", se ha puesto "vieja y parece abandonada". | © Fernando Escorcia
¿Vender mi casa? ¡nunca!
Como Karina y su familia, cientos de venezolanos mantienen la casa que alguna vez compraron o construyeron en ese país, aunque eso signifique aumentar las deudas para el hogar que intentan formar en Colombia.
Karina dice que nunca piensa en vender su casa, ni siquiera en los momentos más difíciles de la migración. “No quiero deshacerme de nuestro hogar, del hogar de mis hijos. La casa es nuestro vínculo familiar con Venezuela”. Para muchos, vender la vivienda que espera al otro lado de la frontera se siente como cortar el cordón umbilical, el hilo que mantiene a los migrantes unidos físicamente al país que dejaron por obligación.
A la carga emocional que significa la venta del hogar, se suma la desilusión económica. Lorena Beatriz Gónzalez, nativa de Maracaibo, vendió su casa cuando se convirtió en una fuente de angustia. “Un vecino cuidaba mi casa, pero me contaron que empezó a llevar a su familia y me dio miedo que se apropiara de mi hogar, entonces decidí venderla”. Lorena agrega que la suma que le dieron por la casa le alcanzaba para muy poco en Colombia. “La gasté en Venezuela, en diciembre, al comprarle ropa a mis hijos”.
|© Nakari Eugenia Sánchez
La posibilidad de que alguien usurpe sus casas representa uno de los temores más comunes entre los migrantes. Diana Carolina Torres Guerrero, quien salió de Venezuela cuando dejó de conseguir leche para sus gemelas recién nacidas, dice que no venderá su vivienda porque sueña con volver a su país, y tampoco la alquila “porque nos asusta que nos roben la casa, como les ocurre a muchos, que pierden su vivienda a manos de los inquilinos, mientras ellos trabajan en el extranjero”.
Aun en medio de la preocupación constante, gran parte de los migrantes de Venezuela prefiere endeudarse y pagarle a otra persona para que mantenga su casa. Esta determinación surge, en algunos casos, de la esperanza con la que ven el futuro de su país y de la posibilidad de volver algún día, de reiniciar la ruta hacia la vida soñada que dejaron en pausa.
Nakari Eugenia Sánchez, por ejemplo, señala: “¡Vender mi casa, nunca! Las cosas van a cambiar y ese es mi hogar, mi tierra, donde crecieron mis hijos. Prefiero tenerla en esta situación difícil que venderla y luego necesitar un hogar a donde llegar. Volver a Venezuela y a nuestra casa es un sueño. Antes teníamos el sueño de ir a otros países a rehacer nuestra vida, pero ahora solo queremos volver a nuestra casa, que está en perfectas condiciones. Solo le hace falta una familia”.
El programa Empropaz ha apoyado a más de 176.000 personas de 92 municipios, en 17 departamentos, afectados por la violencia y la pobreza, con gestión para el emprendimiento, fortalecimiento empresarial y finanzas productivas.