De barba blanca, piel blanca rojiza, ojos claros, barriga prominente y casi dos metros de altura. Así es mi vecino, a quien todos en el edificio reconocemos como ‘el extranjero’. Su llegada, hace seis meses, alimentó inocentes cotilleos entre vecinos en los que su condición de foráneo destacó un par de veces. Hoy sabemos que hace más de cinco años vive en Colombia, tiene familia colombiana y no planea regresar a los Estados Unidos.
Es, según todas las definiciones que consulté, un migrante. Pero no lo vemos como tal, lo vemos como un extranjero. También son migrantes, aunque no los veamos así, los influencers extranjeros que se enamoraron del país y viven en él, como Zach Morris y Dominic Fabian Wolf. En 2019, Caracol se refirió a otra migrante, Katie James, cantante británica y quien vive en Colombia desde los dos años, como la “extranjera que se volvió viral”. Les decimos extranjeras y no migrantes a las personas de países del Norte Global que migran a Colombia.
Mientras mi vecino recibe el trato privilegiado de extranjero, miles de extranjeros venezolanos reciben el trato excluyente de migrantes. La preferencia del término extranjero para denominar a los migrantes principalmente blancos, que no hablan español y provienen de países “más desarrollados” esconde sesgos raciales y de clase.
Ambas palabras son intercambiables cuando se trata de personas no colombianas que se han asentado en el país. ¿Por qué, entonces, es más común referirse a los venezolanos como migrantes y a los estadounidenses (por poner un ejemplo) como extranjeros? Es casi como si ser migrante fuese distinto, de una forma peyorativa, a ser extranjero. Tal vez este sesgo se debe a nuestra asentada idolatría por lo que parece mejor y a nuestro arraigado desdén hacia el pobre. En el imaginario colectivo “lo bueno” es lo que viene de Estados Unidos y Europa, mientras que la llegada de personas venezolanas afecta negativamente el trabajo, la seguridad y la economía. Ambas ideas son falsas. De hecho, según el Fondo Monetario Internacional, la migración venezolana incrementará el PIB y mejorará el crecimiento económico del país a mediano plazo.
Para Maité Hontelé —trompetista holandesa que migró a Medellín hace diez años—, “Colombia puede ser uno de los países donde mejor se reciba al extranjero”. Su visión contrasta con el trato que han recibido las personas venezolanas, quienes son víctimas de xenofobia. Ejemplo de ello es que el 66 por ciento de los colombianos está en desacuerdo con la entrega de permisos de protección temporal a venezolanos, según Invamer. Si lo vemos desde la perspectiva de los migrantes venezolanos, Colombia no parece ser uno de los países que mejor los recibe.
¿Qué tal si nos esforzamos por reducir o, mejor, eliminar las diferencias entre extranjeros y migrantes en Colombia? Esto supondría reconocer que todos los extranjeros que lleguen al país merecen el mismo trato. No se justifica, entonces, que mi vecino extranjero reciba un trato preferencial y deferente, mientras que los vecinos migrantes sean discriminados y menoscabados. Si lo hacemos bien, tal vez podemos estar a la altura de lo que cree Maité Hontelé. Hace falta que tratemos a los migrantes tan bien como tratamos a los extranjeros. De ser así, podremos avanzar en la eliminación de la xenofobia que tanto daño hace.
*Daniel Ospina Celis es Investigador de Dejusticia.
Las opiniones de los columnistas en este espacio son responsabilidad estricta de sus autores y no representan necesariamente la posición editorial de PROYECTO MIGRACIÓN VENEZUELA.
Los derechos de la niñez migrante y refugiada han de ser una prioridad hoy y siempre.
La Universidad Johns Hopkins y la Corporación Red Somos, con el apoyo del Ministerio de Salud de Colombia y Onusida, abordó la situación de salud de la población venezolana migrante en el país.